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Las entidades financieras tratan de defenderse sugiriendo que el bonus es la fórmula para mantener a sus mejores ejecutivos y empleados, preguntándose por qué no se critica de igual forma los contratos en el mundo del espectáculo. Olvidan que la diferencia sustancial del mundo bancario es que la inapropiada forma de actuar de sus ejecutivos no sólo pone en riesgo el patrimonio de sus accionistas, sino el patrimonio de sus clientes. Cuando se coloca el dinero en un banco, y éste quiebra, no está en riesgo ver jugar durante noventa minutos a Kaka, Cristiano Ronaldo e Ibrahimovic, sino la pérdida de una parte (la totalidad en algunos casos) del patrimonio personal de cientos de miles de accionistas y depositantes.


Al margen del poco sentido que tienen también las astronómicas cifras pagadas por el fichaje de algunos jugadores de fútbol, existe también otra importante diferencia: en el caso de quiebra de un club o de otro tipo de empresa de espectáculos, el gobierno difícilmente acudirá a su rescate con dinero público y permitirá, una vez recuperados, que los antiguos accionistas que anteriormente han podido invertir en bolsa, previa devolución de las ayudas, vuelvan a tomar el control de la sociedad.

En cualquier caso, el sistema de bonus que hasta ahora se ha extendido entre las entidades financieras y las altas indemnizaciones a los ejecutivos están provocando una irritación general y no sólo entre los políticos o los clientes de las entidades. El director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Dominique Strauss-Khan, llegó a prever nuevos «dramas» para el sector financiero si no se ponía freno a estas prácticas y señaló: «Hay que parar a este pequeño grupo que saca provecho de hundir a la economía del planeta en la catástrofe». No cabe mayor contundencia, especialmente tratándose del responsable de una institución como el FMI.

Un derivado es un producto financiero que «deriva», que tiene como referencia la evolución del precio de un determinado activo a la hora de fijar su rentabilidad y lograr dinero facil. Hay derivados del petróleo, el oro, el trigo, las acciones bursátiles, las emisiones de renta fija de una empresa, el euro, el dólar... Los derivados son un producto muy antiguo que tiene mucho sentido como complemento de operaciones financieras para prever pérdidas en la compra o venta de cualquier tipo de activo financiero, materias primas, monedas. Porque con ellos se puede ganar dinero, tanto si sube el precio del bien sobre el que está referenciado, como si baja. Basta con que el inversor apueste porque el precio va a bajar o va a subir. Esto permite que si uno compra acciones de Telefónica pensando que van a subir, al mismo tiempo puede adquirir derivados de esa misma compañía apostando por una bajada, porque siempre se encontrará a alguien que haga una apuesta contraria. Eso le permitirá minimizar los riesgos, si cae la cotización, aunque deberá pagar una prima por tal apuesta bajista. Es verdad que si los derivados no existieran habría que inventarlos, ya que su utilización reduce los riesgos financieros, algo fundamental para particulares y, sobre todo, para empresas cuando tienen necesidad de llevar a cabo operaciones financieras en medio de un escenario de gran inestabilidad.

De las posibilidades de los derivados puede hacerse uno a la idea si se tiene en cuenta que un gran inversor como Warren Buffett los califica de «arma de destrucción masiva» y, sin embargo, gracias a ellos el conglomerado de sus empresas logró obtener un beneficio superior a los 300 millones de dólares en el primer trimestre de 2009. Los derivados no sólo evitaron las pérdidas, sino que las convirtieron en beneficios. Previeron una posible caída en las cotizaciones de los valores en los que estaban invertidos y encontraron otros inversores que apostaron por la evolución contraria.



Los derivados se hicieron especialmente peligrosos cuando para conseguir más rápidamente beneficios, e incluso para multiplicarlos, el mundo financiero convirtió este instrumento en un activo por sí mismo, en lugar de un complemento de la actividad financiera. Las grandes pérdidas de la primera aseguradora del mundo, AIG, que tuvo que ser intervenida por el Gobierno de Estados Unidos, se debieron fundamentalmente a su división de productos financieros y más particularmente a la apuesta por productos derivados. En un solo año esa división aportó unas pérdidas de 40.000 millones de dólares, al vender un tipo de producto derivado (derivados de crédito) que aseguraban a los bancos y empresas, los posibles impagos de sus clientes. Cuando los impagos se multiplicaron como consecuencia de la crisis, AIG no pudo hacer frente a los compromisos adquiridos. La utilización de derivados se ha extendido por el sistema financiero de tal forma que hay muy pocos productos que no los estén utilizando. Algunos depósitos bancarios no son tales, sino estructuras de derivados, al igual que determinados fondos de inversión y de pensiones. El problema no es el derivado en sí mismo, sino la utilización que se haga de él...

Lo increíble es que las entidades y las instituciones reguladoras habían acumulado en los últimos años suficientes experiencias de catástrofes financieras producidas con los derivados como para haber establecido un mayor control sobre este producto. Y es que controlarlo suponía limitar su gran capacidad de obtener rápidos beneficios y... grandes pérdidas. En 1995, el corredor de Bolsa, Nick Leeson provocó el colapso del banco británico Baring, al perder 1.300 millones de dólares inviniendo en el índice Nikkei desde la sede del banco en Singapur. Se acababa de producir el terremoto de Kobe, que hizo caer el principal índice bursátil de la Bolsa japonesa. Leeson podría haber invertido entonces en valores bursátiles nipones y cubrirse con derivados ante la posibilidad de que no se produjera una recuperación. Habría utilizado entonces los derivados, no para especular sino para cubrirse de posibles pérdidas y minimizar éstas. Pero decidió jugárselo todo a una carta y apostar por una rápida recuperación del índice nipón. Como no se produjo tal recuperación, provocó con ello la quiebra de un banco que tenía 230 años de historia y que gestionaba una de las mayores fortunas del planeta, la de la Reina Isabel.

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