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Pese a lo escrito hasta ahora sobre mi relación con entidades financieras tradicionales y con las especializadas en banca privada, he de decir que las mayores pérdidas en mi patrimonio me las han ocasionado los consejos de los asesores independientes. Estos profesionales, bajo la apariencia de su mayor preocupación por el cliente, tienen una gran dependencia de las comisiones de los productos que colocan. No son realmente «independientes», sino simplemente «autónomos», porque no están en la nómina de las entidades financieras, aunque su comportamiento es muy similar al de los empleados de un banco o una caja de ahorros. Este colectivo, con algunas excepciones, no tiene muy bien definido lo que supone ser «independiente» y ha iniciado de forma tímida un debate sobre el concepto.
Esa dependencia de las comisiones que les dan las entidades financieras por los productos que colocan a sus clientes tiene como consecuencia que, con demasiada frecuencia, estos asesores recomienden ahora a sus clientes productos que no son necesariamente los más adecuados. Sólo son los que, en su opinión, tienen la mejor relación resultados/comisiones. Además, los asesores financieros independientes que gestionan carteras de fondos suelen estar haciendo cambios de forma continua para cobrar de las gestoras las consiguientes comisiones. Este tipo de prácticas sólo confunde a los inversores, al convertir su cartera en un continuo carrusel de entradas y salidas de fondos.
En general, el sector de asesores independientes, de gran importancia en otros países, va a sufrir en los próximos años una auténtica revolución en España con una nueva legislación, regulación y mayores demandas por parte de ahorradores e inversores. Existen ya asociaciones, como EFPA España (European Financial Planning Association), interesadas en exigir una alta y continua formación a los profesionales que se dedican a asesorar a los ahorradores e inversores. Todo ello puede hacer cambiar el panorama de este sector en apenas dos años.
Discutí en medio de la crisis con mi gestor independiente sobre el hecho de que me mantuviera una inversión en un fondo de Bolsa de valores de Estados Unidos, cuando la continua devaluación del dólar hacía crecer, semana a semana, las pérdidas. Admitió a regañadientes que debería haber salido del fondo americano hacía tiempo, pero, en medio de una tormenta bursátil como no se conocía en muchas décadas, insistía en que era necesario tener invertida una parte de mi cartera en fondos de renta variable.
— «¿Por qué? Así vamos a la ruina con la que está cayendo. Es mejor esperar a que escampe». Le dije, tratándolo de convencer sobre algo que incumbía a mi dinero, a mi patrimonio.
— «No. Eso no puedo hacerlo», me contestó de forma sorprendente. «Porque tienes un perfil de inversor equilibrado y eso exige tener colocado una parte de tu cartera en renta variable».
Pese a mi indignación, traté de contenerme para llevar la conversación por el camino de la lógica y el sentido común: «Tengo un perfil de inversor prudente, pero no soy tonto. Y cuando las Bolsas están como ahora y las perspectivas no son mejores, lo recomendable —por prudencia— es abandonar la renta variable y colocarse en fondos que no tengan riesgo».
Consintió finalmente en colocar mi dinero en los fondos que yo le sugería, no sin antes dejarme claro que ello atentaba contra sus criterios profesionales y sus formas de actuación en momentos de crisis como los actuales. Lo más curioso es que hacía dos meses que, ante las continuas bajadas de los mercados, nos había enviado una carta a sus clientes anunciando que a partir de entonces ignoraría los «stops», límites de ganancias o pérdidas que se establecían para cada fondo o valor, y que debería ser cada cliente el que indicara hasta dónde deseaba asumir riesgos.
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